sábado, 17 de enero de 2009

Los Barruecos

Esta tarde hemos ido a Los Barruecos, un lugar de piedra y enigma que se encuentra apenas a once kilómetros de Cáceres. Los días que, como hoy, sale el sol, pasear por allí aporta un poco de sosiego a esta existencia como de prestado que llevamos de unos años a esta parte (cuando se vive con niños, uno comprende muy pronto que el protagonismo pasa en exclusiva a ser suyo y de sus necesidades más que inmediatas).

No me extraña que Wolf Vostell (de cuyo soberbio museo hablaré en una futura entrada) lo eligiera para levantar en él (aprovechando la restauración del antiguo lavadero de lanas) un centro de arte contemporáneo dedicado a su obra.

Y es que no resulta muy habitual encontrarse con tanto que ver en un mismo espacio: los referidos lavadero y museo, un embalse, pinturas rupestres, rocas de granito que parecen venidas de otro planeta, docenas de nidos de cigüeñas …



Y, sobre todo, el silencio.

Un silencio prehistórico. Denso. Imponente.

Chose me sonreía mientras le daba el pecho a la niña (tiene veintiún meses) sentada en una roca.


El silencio.



Que terminó un poco antes de que el sol se pusiera por completo y decidiésemos terminar la excursión (ya en Cáceres) con un chocolate con churros en Olqui, un local pequeño y acogedor donde se tiene la sensación de que el ajetreo y las prisas quedan detrás de los ventanales empañados y el calor en las manos al coger la taza.



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