sábado, 18 de julio de 2009

Cinco días en Aveiro


No había estado antes en la región portuguesa de Beira litoral. Pero desde luego creo que ésta no será la última vez, pues la excusa de que los niños pasasen unos días en la playa nos llevó a Praia da barra, a cinco minutos en coche de Aveiro.
A Portugal, país del que me confieso enamorado, me encanta ir, excepto en verano. Supongo que se deberá a que relaciono esa estación con mis anteriores visitas al Algarve, una zona que se diría pensada exclusivamente para turistas.
En este caso ocurrió todo lo contrario. Vuelvo encantado. Para empezar el hotel era fantástico. Nos lo había recomendado mi suegro. Y vaya si tenía razón. El Residencial Farol sólo tiene doce habitaciones y todas demuestran el buen gusto de quienes lo dirigen: limpias, decoradas con clase y sencillez y con unas vistas sencillamente espléndidas.



Justo enfrente del hotel se alzaba el Faro de Aveiro. A Chose le encantaba quedarse despierta mirando cómo la luz daba vueltas.


Ésta era la vista que teníamos desde la habitación. El puestecito en el que se vendían bolachas americanas y tripas tenía siempre delante una cola enorme. Manu acabó siendo un experto catador de las bolachas, una especie de barquillo delicioso por el que merecía la pena esperar.



Costa nova, a tres minutos de Praia da barra, es uno de esos lugares que parecen sacados de un cuento de hadas. En mi vida he estado en pocos sitios tan hermosos y acogedores como éste. Sus casas de colores formaban calles de ensueño.




Chose leyendo la carta de uno de los muchos restaurantes que por allí había. Manu es quien lleva la silla de Irene.





Un par de mañanas fuimos a pasarlas a Aveiro. Portugal en estado puro. No estaría nada mal poder vivir en esta ciudad. Las bicicletas se prestaban gratis si uno dejaba el carné.



A Aveiro la llaman la Venecia del Atlántico. Y, aunque un poco exagerado, lo que no puede negarse es que sus canales le aportan un aire de lo más bohemio y melancólico.




Los antiguos barcos de los pescadores, los moliçeiros, tenían incluso forma de góndola. En cuanto tuvimos ocasión, nos subimos a uno para dar un paseo por los canales.




Que no está uno para ciertos trotes lo comprobé cuando por la mañana tuve que pedalear con Manu en un patín de agua y por la tarde con Irene en una especie de bicicleta múltiple. Aún me duelen las agujetas.




Menos mal que no hay dolor que no alivie um café com leite morna y un pastelito de nata. No sé cómo nos atrevemos en España a llamar café al mejunge que ponen en la mayoría de los bares. Nada que ver con esa bebida maravillosa que se servía en las terrazas de Costa nova.
El año que viene repito.

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